Neuromarketing político: dopamina, sistema de recompensa y polarización emocional
RESUMEN:
En el escenario político contemporáneo, los recursos de persuasión ya no giran exclusivamente en torno a argumentos racionales, sino que operan sobre circuitos emocionales profundos del cerebro, aprovechando conocimientos neurocientíficos y estructuras algorítmicas para moldear la experiencia política como una respuesta afectiva repetida. Esta nueva lógica se sustenta en estímulos diseñados para activar el sistema de recompensa cerebral, generando adhesiones no por convicción ideológica, sino por gratificación emocional. Las campañas políticas, especialmente aquellas impulsadas en redes sociales, maximizan este impacto al priorizar la viralización de contenidos que provocan reacciones intensas, desplazando el debate por una competencia de resonancia emocional. En este contexto, figuras como Javier Milei no solo apelan a una retórica disruptiva, sino que encarnan un modo de interpelación política que captura al votante a través de secuencias de microdescargas afectivas. Comprender este fenómeno implica repensar los vínculos entre política, emoción y tecnología, en un tiempo en que las reglas del juego democrático están siendo reescritas por estímulos invisibles, pero profundamente eficaces.
En la actualidad, la política ya no se define solamente por las ideas que propone o por los programas que presenta, sino por la manera en que logra generar afecto, movilizar emociones y capturar la atención de la ciudadanía. Uno de los campos que ha contribuido a esta transformación es el neuromarketing político, una intersección entre las neurociencias, la comunicación y las estrategias electorales, que se propone estudiar cómo reacciona el cerebro ante ciertos estímulos políticos, con el fin de producir contenidos capaces de influir, fidelizar e incluso condicionar decisiones políticas.
A diferencia de las estrategias tradicionales, centradas en estructuras argumentativas, el neuromarketing parte del supuesto de que muchas decisiones se toman de forma inconsciente, y que esas decisiones pueden ser orientadas si se logra activar ciertas áreas cerebrales vinculadas con la emoción, la recompensa o el miedo.
Uno de los conceptos centrales para comprender este proceso es el de sistema de recompensa cerebral. Se trata de un circuito neurobiológico que involucra regiones como el núcleo accumbens, el área tegmental ventral y la corteza prefrontal, y que se activa cuando el cerebro anticipa o recibe una experiencia placentera: desde comer o escuchar música hasta recibir un elogio, una sorpresa o una reafirmación de nuestras creencias. En este sistema, el neurotransmisor que cumple un rol fundamental es la dopamina, una sustancia que funciona como señal de motivación: cuanto mayor es la expectativa de una recompensa, mayor es la liberación de dopamina, y mayor la predisposición a repetir la conducta que la generó.
Este mecanismo, que es parte natural del funcionamiento humano, también puede ser manipulado deliberadamente. De hecho, las adicciones operan sobre este sistema, ya sea mediante sustancias químicas (como la cocaína o la nicotina) o mediante estímulos repetitivos y emocionalmente intensos, como ocurre con ciertos videojuegos, redes sociales o contenidos audiovisuales. Lo que tienen en común todas estas experiencias es que generan un circuito de anticipación, descarga y recompensa que, con el tiempo, puede volverse compulsivo. El cerebro aprende a buscar ese estímulo y a rechazar lo que no lo active con igual intensidad.
Desde esta perspectiva, la política también puede operar como una forma de adicción emocional. Los discursos polarizantes, los mensajes confrontativos, los gestos de ruptura o desafío, pueden actuar como descargas afectivas que activan el sistema de recompensa. No importa tanto el contenido del mensaje, sino el efecto que produce. Lo relevante es que ese efecto reafirme una identidad, confirme un prejuicio, designe un enemigo, o proporcione la sensación de estar “del lado correcto”. En lugar de deliberar, el sujeto responde. En lugar de argumentar, se identifica. En lugar de comprender, se gratifica.
En este contexto, las campañas políticas contemporáneas, particularmente aquellas que se despliegan en redes sociales y formatos audiovisuales breves, están diseñadas como máquinas de activación emocional. A través de frases cortas, imágenes extremas, tonos exaltados y enemigos visibles, buscan generar una respuesta afectiva inmediata. Estos “contenidos”, además, son evaluados por algoritmos que priorizan su circulación si logran enganchar emocionalmente al espectador. Así, se produce un círculo vicioso: los mensajes más eficaces no son los que informan mejor, sino los que activan con mayor fuerza el sistema emocional del receptor.
Este fenómeno se observa con particular claridad en el caso argentino. El ascenso de Javier Milei no puede comprenderse solo en términos ideológicos o económicos. Su capacidad de interpelación política está directamente vinculada con la eficacia emocional de su discurso: gritos, insultos, gestos teatrales, simplificaciones extremas y una narrativa de confrontación simbólica permanente y totalizante. Todo eso está orientado a generar una experiencia afectiva intensa, a menudo comparable, en términos neurocognitivos, con otras formas de descarga emocional adictiva.
El votante de Milei no necesariamente comparte todos sus postulados, pero repite la experiencia emocional que lo vincula a una promesa de verdad, ruptura y castigo. Esa experiencia activa el sistema de recompensa cada vez que se refuerza la imagen del “enemigo”, que se humilla al adversario, o que se desafían los límites de lo políticamente correcto. Es una política de la descarga, donde la identificación no se basa en un proyecto común, sino en una secuencia de microplaceres afectivos que consolidan la adhesión. Como han mostrado diversos autores, estas respuestas emocionales pueden ser medidas, inducidas y optimizadas, lo que convierte al neuromarketing en un instrumento poderoso de fidelización política.
Además, este tipo de discursos se ve potenciado por la lógica algorítmica de las redes sociales, que refuerza los contenidos que más engagement generan, es decir, aquellos que más activan emocionalmente al público. La política deja de ser un espacio de argumentación de ideas y se convierte en una competencia por producir el mayor impacto emocional posible. En ese terreno, las reglas no las define la deliberación democrática, sino el rendimiento afectivo.
En síntesis, el neuromarketing político, apoyado en el conocimiento neurocientífico y en la arquitectura algorítmica de las plataformas digitales, está configurando una nueva gramática de la interpelación política. Una gramática donde el poder no reside en convocar, sino en activar; no en debatir, sino en afectar; no en informar, sino en fidelizar emocionalmente. En la Argentina contemporánea, donde el agotamiento de los modelos tradicionales de representación se combina con una profunda fragmentación social, este tipo de dispositivos adquiere una eficacia inédita. Comprender cómo funcionan no solo es una tarea teórica, sino un paso indispensable para repensar las condiciones democráticas en la era de la dopamina política.
Biblio para seguir leyendo:
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