Sobre el sentido y la urgencia de esta iniciativa
Valoramos profundamente todas las formas de acción colectiva que han emergido en estos meses frente al proyecto de desmantelamiento institucional, social y simbólico que impulsa el actual gobierno nacional. La movilización popular ha sido, históricamente, una herramienta decisiva en la defensa de derechos y en la interrupción de procesos autoritarios en Argentina. Sin embargo, sabemos también que esas movilizaciones masivas se volvieron eficaces cuando coincidieron con ciertos escenarios políticos: crisis de gobernabilidad, derrotas electorales de medio término, fracturas internas en el poder o el peso del cálculo político de figuras que aún pensaban en su proyección futura. Poco de eso parece estar presente en el corto plazo.
Nos enfrentamos a una forma de poder que no responde a lógicas tradicionales: no teme perder capital político porque no le interesa el reconocimiento popular ni ser ponderado por la historia nacional: su horizonte no es la legitimidad democrática, sino la validación de una comunidad cerrada que lo consagre en auditorios exclusivos. No se proyecta ante su pueblo, sino ante foros selectos internacionales donde se imagina como un profeta del mercado global. No negocia porque no pretende consensuar; no representa intereses estables, sino pasiones volátiles.
Y lo más inquietante: lo que en otros contextos habría significado un desgaste electoral, hoy —potenciado por las tecnologías de microsegmentación, el neuromarketing y la manipulación algorítmica de la opinión pública— puede traducirse, paradójicamente, en más adhesiones, más votos y una consolidación creciente de su poder. Nada importa si sigue ganando elecciones.
Por todo esto, creemos que es necesario sumar un tipo de acción directa sobre la arquitectura misma de ese poder. No basta con responder a sus discursos; hay que estudiar, sistematizar y desarticular sus modos de producción de sentido, de construcción de legitimidad y de fabricación de subjetividad política. La comunidad académica y de investigación social constituye un actor fundamental para intervenir en este proceso. No como reemplazo, sino como complemento necesario de las intervenciones partidarias, gremiales, civiles y territoriales. Lo que enfrentamos no es sólo un conjunto de medidas de gobierno, sino una sofisticada estructura de producción discursiva y afectiva, montada sobre las tecnologías actuales, que actúa como maquinaria de formación ideológica en tiempo real.
Este nuevo régimen de poder se apoya sobre una genealogía tecnológica concreta. A fines del siglo pasado, la expansión de las computadoras personales y la digitalización de la información. Luego, la aparición de internet y la conectividad global hacia el cambio de milenio. Desde 2010 en adelante, los smartphones, las redes sociales, y la masificación de la experiencia digital personalizada. Más tarde, el refinamiento de los algoritmos, la microsegmentación del público, y finalmente, el despliegue de inteligencias artificiales en múltiples formatos. El actual dispositivo político no sólo se nutre de estos desarrollos: ha aprendido a habitarlos, a diseñar estrategias adaptadas a sus lógicas. Durante varios años se dedicaron a construir comunidades digitales propias, a cooptar tribus específicas (gamers, criptousuarios, consumidores de hentai, cuentas gospel, entre muchas otras), a capacitar jóvenes creadores de contenido, y a construir con ellos una red segmentada, sofisticada y eficaz, imposible de alcanzar con las herramientas tradicionales de la política. Hoy, muchos de esos jóvenes ocupan el centro de la escena comunicacional, orgánicamente articulados bajo la figura de Milei.
Por eso insistimos: no se trata de responder al gobierno ni de interpelarlo ni de defenderse de él, ya vimos que eso no funciona. Se trata de intervenir en el debate público para poner en evidencia las condiciones técnicas, narrativas, afectivas y culturales sobre las que se construye este poder. De disputar sentidos allí donde el algoritmo opera con ventaja. De volver a pensar la democracia no como un sistema normativo abstracto, sino como una forma concreta de producción de lo común. Sabemos que no se trata de convencer a todo el mundo. Pero tal vez podamos, al menos, construir una zona de inteligibilidad colectiva, un núcleo crítico desde donde interpelar a quienes aún están dispuestos a pensar cómo llegamos hasta acá, y qué estrategias nos quedan para no quedarnos encerrados aquí.
Podemos construir una red de pensamiento vivo capaz de contrapesar incluso las formas más sofisticadas de manipulación. No se trata de trabajos solitarios, sino de una inteligencia colectiva que decide dejar de hablar entre susurros y comenzar a disputar el relato. Tal vez no podamos frenar el dispositivo entero, pero sí interferir en su eficacia. Y que logremos, con lo que para ellos es inútil (como la investigación social), hacer tambalear una maquinaria que se alimenta justamente de lo contrario: de la desinformación, del miedo, del odio y del sentido común prefabricado.
Sabemos que podemos tener tradiciones teóricas e ideológicas distintas, experiencias políticas diversas, y que podemos habitar de formas igualmente distintas los modos en que esta nueva maquinaria del poder nos afecta o nos interpela. Por eso este proyecto no propone una estructura rígida, sino una articulación en red, basada en nodos de trabajo colaborativo. Compartimos un horizonte común: el desacuerdo profundo con la manera en que la política, lo público y la propia idea de democracia están siendo degradadas por dispositivos tecnológicos que operan sobre el deseo, el miedo y la percepción. En ese marco, lo que se propone es construir una inteligencia colectiva capaz de entretejer perspectivas múltiples con un objetivo compartido: comprender y disputar las condiciones simbólicas, técnicas y afectivas sobre las que hoy se produce poder político.